VIGESIMOPRIMER ESPECIAL DE NAVIDAD
Era por la tarde. Sería el último día que tendrían de prácticas antes del
parón de Navidad y sus niños estaban totalmente revolucionados. Claro, con la
emoción de los regalos, de no tener clases y poder disfrutar de un par de
semanas de descanso, no había quien los parase.
Gregori los observaba durante el último entrenamiento de diciembre. Suspiró,
viendo que a los niños jóvenes a los que instruía en el maravilloso mundo del
fútbol estaban más pendientes de jugar entre ellos que practicar dicho deporte.
Niños, a veces los odiaba.
Su trabajo como entrenador de la categoría infantil no era algo demasiado
serio, pero el español se lo había tomado como todo un reto. Aspiraba a poder
ascender de escalafón, pero mientras tanto, tenía que conformarse con aquellos
mocosos revolucionados.
En muchas ocasiones sus niños le recordaban a sus antiguas compañeras. Por lo
revoltosas que eran y por la alegría que desprendían. A veces echaba de menos a
sus amigas. No podían verse casi nunca por los estudios y el tema de la
distancia, pero al menos podían hablar aunque fuera por chat. Se entretenía
mucho viendo las burradas que escribían.
Como ese reto de citas navideñas. No era el único soltero del grupo, pero
tampoco lo lamentaba. Había tenido alguna que otra cosa desde su victoria en el
mundial de Liocott, pero las cosas no habían cuajado. Bueno, también estaba
bien estando soltero. Tampoco tenía prisas.
Cuando llegó el final del entrenamiento, Greg convocó a sus jugadores y les
dio una última charla antes de dejarlos marchar. Les permitió que se fueran
directamente al vestuario a cambiarse sin recoger nada, solo por ser el último
día y por ser Navidad.
Siempre se preguntaba cómo la entrenadora Schiller había podido lidiar con
ellos años atrás. Paciencia de santa tenía. Al igual que el entrenador Travis,
seguramente.
Una vez que hubo terminado de recoger todo el material de fútbol, se pasó
por los vestuarios, para comprobar que no quedara ningún niño rezagado antes de
cerrar las instalaciones. Como estaba todo muy silencioso, creyó que se habían
marchado ya.
Grave error.
Nada más cruzar la puerta del vestuario, una lluvia dorada le cubrió por
completo, de pies a cabeza. Luego, se escucharon carcajadas por doquier. Cuando
Gregori pudo abrir de nuevo los ojos, pudo ver a sus niños riéndose de la
fechoría que habían hecho: rebozar a su entrenador con brillantina dorada.
—¡Feliz Navidad, entrenador! —gritaron a coro.
—¡Un regalo para que se acuerde de nosotros, entrenador!
—¡Foto, foto!
Y cuando quiso darse cuenta, estaba posando con su equipo con esas pintas. Al
menos tuvieron la decencia de ayudarle después a quitarse todo aquello. Después,
por fin se marcharon y pudo sentarse dentro de su coche, a salvo de todos aquellos
mocosos salvajes. Observó las fotos que habían hecho durante toda la sorpresa
de despedida. Tan solo se le veían sus grandes ojos azules. No pudo evitar
sonreír con cariño.
Niños, a veces los odiaba pero los quería de todas formas.
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